El color plomizo del cielo los días de lluvia me relaja. Me hace recordar las tardes de los domingos otoñales de mi infancia, aquellas en las que un chocolate caliente con galletas era todo un manjar. En las que mirabas con ojos "golosos" como las gotas de lluvia formaban charcos en la calle, los cuales te dispondrías a pisar en cuanto salieras de casa protegida por tu chubasquero (azul, en mi caso) y tus katiuskas (amarillas, por supuesto, de ese amarillo pollo inconfundible), los cuales servían de poco ante la fuerza con la que saltabas.
Añoro esas tardes cuando llegaba a casa empapada y mi madre me miraba de forma condescendiente mientras me ayudaba a quitarme la ropa mojada en el baño para que me diera una ducha. Cuando mi padre me preparaba un caldo caliente por la noche y me lo servía en un tazón en el que previamente había introducido un trocito de jamón, de forma que cuando terminaba de bebermelo siempre encontraba una "sorpresa".
En algún momento torcí mi rumbo y empecé a caminar sola, a seguir mi propia senda, me alejé de ellos. Ahora los he reencontrado y son distintos, soy distinta, y me gusta: somos pares porque fui capaz de aceptar en su momento que no son infalibles, que nadie lo es. A veces, mientras me hablan o cuando no se dan cuenta, les miro atentamente y pienso en cómo ha pasado el tiempo. Para ellos. Para mí.
Hoy mi chubasquero es rojo y ya no llevo katiuskas, pero aún sigo pisando charcos...
3 comentarios:
Precioso post...
De una delicadeza poética, para disfrutar leyéndolo
Directo adentro.
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